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Antiguo Testamento

PENTATEUCO

Génesis

Gn 1.1 “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. San Juan Evangelista, a quien Jesús reveló los grandes misterios del mundo existente, y los acontecimientos que nos esperan, comienza su santo Evangelio diciendo: “En el principio, existía la Palabra” (F.B.C.).

Cuando Jesús es interrogado: “¿Tú quien eres?” Jesús les responde: “El Principio; el mismo que os estoy hablando” (Juan 8,25). Tal vez no sea esta traducción la más exacta gramaticalmente; pero tiene su razón de ser; es además la de San Jerónimo.

La realidad es esa: “el Verbo estaba con Dios, cuando Dios creó cielo y tierra, en el Principio”. El Verbo de Dios, llamado también Palabra o Principio, estaba en Dios, como Sabiduría personal, mientras el Espíritu planeaba sobre las aguas.

Corolario: Parece que se nos quiere declarar, desde el mismo momento Dios de crear, quien era Él, el que creaba. Esto es: junto a Dios creador, estaba asimismo el Verbo, llamado también Palabra y Principio. Dios Creador, estaba con su Sabiduría, esencial y personal, colaborando con Él, y era el origen de todo, en tanto que el Espíritu de Dios planeaba sobre las aguas primordiales (Gn. 1,2).

La doctrina cristiana lo resume así, en clara acción de gracias: “Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre y por los siglos de los siglos, Amén”.

La divinidad es por tanto “Ser eterno en tres personas Omnipotentes, Omnipresentes y en Amor eterno”.

Conviene insistir en este comienzo. Cuando se nos dice que en el día sexto de la Creación, Dios creó el hombre, ya sabemos que el mundo estaba ya muy evolucionado. La ciencia hoy nos certifica que fue después de muchos millones de años; por más que en Dios eterno no sean más que un instante. Nos hallamos ante el ahora de Dios (Eccli 18,1), siempre presente.

El hombre fue creado de una tierra rojiza, llamada Adamá; de ahí viene el que se le llamara Adán. Esta tierra pudo haber sido materia orgánica, por razón de la raíz roja de la sangre, la cual denotaría origen biológico. Dejando aparte el posible origen evolucionista del hombre, nos fijaremos en el hecho de que el hombre y la mujer originales se hallan en un Paraíso; con la consiguiente semejanza de nuestro nacer y crecer actuales.

En efecto, nosotros todos somos conscientes de haber surgido entre un mar de sensaciones, que nos afectan, con gusto unas, o con disgusto otras. Dicho de una manera bíblica, nos hallamos insertados en el cuerpo, como en una especie de paraíso natural.

A veces nos encontramos frente a algo que nos gustaría probar, o comer, y no podemos o no nos atrevemos; porque se nos dice que “está prohibido, o que nos va a sentar mal”. Tenemos aquí planteado el esquema de nuestra existencia. Deseamos, alcanzamos, gozamos; y, de cuando en cuando, gemimos o nos quejamos, porque no podemos alcanzar y gozar. Si gozamos en exceso, o intentamos gozar de lo vedado, corremos el riesgo de lastimar y dañar nuestra base original, la Adamá (Gn 3,17; Job 31,38).

Nos adentramos en la cuestión de nuestra salud integral. Nuestras acciones morales, las que conciernen al bien y al mal, y que engloban todo lo permitido y lo prohibido, afectan a nuestro equilibrio emocional y psíquico; y pueden alterarlo sensiblemente en favor y en contra de nuestra personalidad.

De nuestros actos arbitrarios nacen brotes contrarios entre sí, como fueron Caín y Abel, con sus respectivas significaciones. Caín, como experimentación agradable; y Abel como sensación de vanidad y frustración.

De ellos se derivarán tendencias opuestas que lucharán en nosotros, aumentando la violencia; hasta que Dios determine enviar un aluvión de aguas purificadoras, que obliguen a regresar al orden y a la equidad (Noé).

Superada, con el tiempo, la dura experiencia –que solamente el amor divino y el celo paternal de Dios podían provocar– llega la hora de la divina invitación. “Sal de tu casa, y ves donde yo te diré”. Dignidad increíble, de parte de Dios; que asume la iniciativa de la llamada, y vindica la bondad de su elección. Dichoso el que así lo cree. Aquí entra en escena el “justo”, que es quien cree que “Dios lo ha creado por amor; y es su deseo divino guiarlo hacia un futuro de vida esplendoroso”; no por los méritos del hombre sino por su divina bondad. De ahí que el justo se confía a Él. Este es ya el “Dios de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, el que nos introduce al conocimiento de la vida y la historia del pueblo de los que creen en Dios”, de quienes nos adherimos por la fe y el amor en consumación de unión celestial.

Guardaremos la memoria de Noé, bueno y creyente, salvado del Diluvio; de Abraham, adherido a la voluntad de Dios; de Enoc, caminando a la presencia de Dios, que rehusaron todo asomo de violencia, y procuraron el perdón de los pecadores, suplicando el Dios de gracia y de amor.

¡Qué ejemplar la fe de Abraham! Fue padre de la fe, creyendo firmemente en Dios, que le prometió un hijo en la vejez de él y de su mujer y que no lo defraudaría nunca; ni tampoco cuando le fuera a ofrecer a su hijo Isaac en sacrificio, tal como de hecho le pidió, probándolo (Santiago, 2, 21).

Su estirpe mantuvo esa fe y confianza en Dios y en su infinito amor, de tal suerte que siguió creciendo en la amistad divina, haciendo votos (Gn 28,20) de fidelidad; en tanto se iba acercando el tiempo de opresión colectiva pero también del engrandecimiento en el cautiverio de Egipto, lo cual le fue anunciado previamente a Abraham.

Corolario:

Ese tiempo de la cautividad de Israel en Egipto (400 años) tiene un simbolismo muy significativo para nosotros. Viene a representar el tiempo de nuestra permanencia en el mundo, antes de tomar determinación seria en orden a nuestra vida sin connotación religiosa seria con el Creador. Faraón (libre, exento, independiente, liberal, disipador, malgastador) como un capitoste incontrolado, regenta bien el tipo de vida mundana y desordenada del hombre pagano que hayamos podido llevar cualquiera de nosotros. Sin embargo el sufrimiento del pueblo cautivo durante tanto tiempo de opresión, no ha sido del todo baldío. Movió el corazón de Dios, compasivo con todos los que sufren injustamente, para socorrerlos y liberarlos con gran fortaleza y eficacia. Vivir “faraónicamente”, es decir, “sin ley”, liberalmente, engendra trastornos en la conciencia recta y opresión en el corazón; como luego ocurrirá con el mismo pueblo de Dios, cuando Aarón (Ex 32,25) cederá, al dispensar de la ley al pueblo, en el monte Sinaí. De esta opresión íntima, proveniente de la libertad de obrar sin control, sólo nos puede librar el amor y el temor de Dios, y su santa Ley.

Éxodo

Si no es cosa fácil hallar un hombre que sea verdaderamente justo, del todo fiel a Dios, mucho más difícil será encontrar un pueblo entero, formado y movido por el amor y el agradecimiento a Dios, si este determina escogerlo para ser pueblo peculiar suyo y representativo ante la Humanidad entera. Pero ¿y si Dios se lo propone?

De la estirpe de Jacob surgió Leví, el cual, con Simeón, fue implacable vengador del ultraje hecho a Dina, su hermana, cuando agresores violentos conculcaron en ella los más sagrados e inviolables derechos de la persona. Más tarde, otro levita destacado (Moisés) es milagrosamente salvado del genocidio criminal por compasión femenina.

Moisés fue el gran profeta y padre del pueblo escogido por Dios para convertirse en una nación religiosa ejemplar. Este nuevo pueblo, curtido en la esclavitud, formado en la Ley del Señor, para ser consolidado en la peregrinación por el desierto, tiene que ser santo.

Destinado a entrar en la Tierra Santa, el pueblo de Dios convendrá que él mismo se haya santificado. Para ello le será dada una Ley Santa de parte de Dios, el cual se aparecerá a Moisés en la montaña del Sinaí, y le entregará sus diez mandamientos santificadores.

El pueblo asumirá el compromiso con su alianza, y corresponderá con un conjunto de aportaciones en especie, con gran generosidad, que les permitirá construir un Templo. En este santuario En este santuario se plasmarán las realidades espirituales, correspondientes a las verdades modélicas existentes en el templo celestial.

La tardanza de Moisés en el Sinaí motivó que Aarón, hermano de Moisés y Sumo Sacerdote, accediera a la petición del pueblo de permitirles distraerse. Esto les arrastra al desenfreno y desenfreno culpable. Los levitas «santificaron» eliminando tres mil idólatras.

Levítico

La ley tiene por objeto la Santidad. Dios es santo (exento de fallos) y quiere que el hombre sea santo para que pueda allegarse a Él. El hombre tiene que purificarse, para acceder a la santidad que le permita acercarse a Dios. El culto especifica como habrá de hacer los actos purificadores y santificadores.

El culto, pues, tiene por objeto atraer a Dios y su bendición. Dios quiere estar con el hombre. Dios es santo, y el hombre tiene que purificarse para ser también él santo y poder acercarse a Dios. No debe contaminarse el hombre con impurezas y pecados.

El hombre peregrina “llevando a Dios en medio, con su Templo portátil”, custodiado por personal consagrado, clérigos, levitas y sacerdotes, y todo un ejército de fieles israelitas. Todos ellos avanzan por el desierto, camino de la tierra prometida. ¡Figura hermosa de la Iglesia que crece, avanza y peregrina!

Números

Cercanos ya a la tierra fronteriza de Canaán, el caudillo Moisés envía unos exploradores a examinar el estado del país y la condición de las ciudades y de su gente. Este fue el punto más delicado y crítico, que puso en evidencia la debilidad del pueblo de Dios.

Fuera de dos valientes exploradores, los restantes retornaron muy decepcionados y amedrentados; y, lo que es peor, desalentados. A pesar de la innegable buena calidad del país, se negaron a penetrar en él y conquistar la tierra asignada por Dios para ellos.

No supieron valorar debidamente el tener a su favor la voluntad y asistencia del Señor que les dirigía e impulsaba a posesionarse del país (debido a la indignidad de sus gentes). El castigo que merecieron por ello fue tener que seguir peregrinando por el desierto durante cuarenta años más.

Deuteronomio

Todos los adultos que salieron de Egipto, quedaron excluidos de penetrar en la tierra prometida, fuera de los dos, señalados por nombres Josué y Caleb. El mismo Moisés, de quien dice la Escritura que hablaba con el Señor “cara a cara”, también fue excluido.

La razón de la exclusión de tan gran profeta, nos sorprende y nos afecta a nosotros mismos. Es cierto que él no se dirigió a la roca como le fue ordenado (Num, 20) y presentó el portento del agua, como una acción “propia” si bien por poder divino indiscutible.

Ello nos enseña que el hombre más santo, frente a Dios, no es nada ni nadie. Moisés, hombre humilde cual ningún otro, supo humillarse ante Dios. Siguió amándolo con todo su corazón y con toda su alma; y jamás dejó de inculcar a los israelitas y a todos nosotros, el amar a Dios con todo el corazón y con todas nuestras fuerzas.

Corolario al Pentateuco

Si tuviéramos que encontrar un símil para entender a fondo la evolución del pueblo de Dios, desde los patriarcas, el cautiverio, peregrinación y entrada en la tierra de promisión, hasta la venida del Reino de Dios, tendríamos que fijarnos en nuestra propia vida. Tendríamos que recordar los inicios de nuestra primeriza fe, el abandono del mundo y de nuestras costumbres mundanas, las dudas y vacilaciones de nuestro camino de piedad, y nuestra entrada y perseverancia en la vida de los sacramentos y de la gracia. Todo lo cual podemos ver prefigurado justamente en el punto a que hemos llegado en la lectura de la Biblia.

A partir de ahora nos corresponde la ardua tarea de luchar con ahínco contra la raíz de nuestros vicios, que son secuelas de los pecados capitales, únicos “enemigos” que deberemos perseguir y atacar a fondo, hasta el exterminio final. Tenemos ante nosotros a Jesús de Nazaret por capitán, bien representado por su homónimo bíblico Josué. La tierra del nuevo asentamiento no es del todo desconocida para sus noveles ocupantes. Como tampoco lo es para el alma, el cuerpo a ella asociado tras haber estado largamente sometido a prácticas extrañas y no legítimas según la ley.

Se nos abre con ello un período de lucha tenaz, en que se pueden producir combates encarnizados con alternancia de dominio, y hasta con etapas de convivencia tolerante y resignada de elementos heterogéneos; siempre expuesta a una falsa paz estable, y peligrosa para el bienestar general.