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SANTOS
EVANGELIOS

San Mateo

Con la mirada fija en Dios Padre, origen supremo y absoluto de todo, Mateo se elev hacia Él, por Jesucristo, a través de David y Abraham. Y la razón de su escrito es la aparición de Jesucristo en tierra, por la concepción milagrosa de la Virgen, tal como estaba escrito en Isaías.

La presentación de Jesús al pueblo, es por el testimonio del Bautista en revelación divina, por obra del Espíritu Santo. En nombre de la Santísima Trinidad, expone su doctrina evangélica, que se puede resumir en una palabra: «PAZ a todos. Nadie se altere ni se turbe. Confiad todos. Avivad vuestra confianza en Dios. Él es el Padre. Él os envía a Jesús a iluminar, sanar y dar vida».

San Marcos

Él sabrá porque se desentiende de la infancia de Jesús. Los portentos de Jesús le atraen mucho. La bondad de Jesús le cautiva. Sus hechos proclaman bien quién es: «Compasivo con los enfermos y con todos los que sufren». No deja por ello de reprender a sus discípulos cuando advierte que se lamentan de haberse olvidado de tomar unos panes. El exagerado afán por las cosas temporales enturbia la mirada para no dejar atender mejor a las del espíritu. La experiencia de la multiplicación de los panes por dos veces consecutivas con resultados inversamente proporcionados debería habérselo dado a conocer.

Cuando llegará la hora de Jesús, Marcos no podrá creerlo y tendrá que escapar despavorido. Y se cobijará junto a Pedro y revivirá con alegría incontenible recordando los milagros de Jesús, y la admiración del pueblo por los prodigios que obraba en vida.

San Lucas

Si Mateo veía el Padre de donde todo proviene, y Marc el Hijo de Dios que todo lo puede, Lucas contempla el Espíritu del Padre y del Hijo que todo lo mueve y vivifica. El Espíritu «comienza por Zacarías y la Virgen María, pasa por el anciano Simeón y por María y José. Desciende sobre Jesús en el bautismo, y lo encamina al desierto».

Jesús está lleno del amor del Padre y de su Espíritu que él mismo derrama por doquier compadeciéndose y perdonando a la pecadora, y conmoviéndose por el hijo pródigo. Se compadece de la viuda que llora el hijo único, y de las hermanas que lloran el hermano difunto; de la ciudad infiel, y del ladrón, condenado augurándole un «hoy eterno». Prometiendo enviar la Promesa del Padre a los discípulos fieles, llevándolos a Betania y bendiciéndolos después de haber comido con ellos. Y eso no es todo.

Por el mismo Espíritu seguirá en los Hechos de los Apóstoles donde se explanará bajo el impulso de su soplo divino haciendo brotar los perfumes en todas las virtudes de los Santos de las comunidades cristianas esparcidas por todo el mundo.

San Juan

¿Quién más indicado que el apóstol Juan, amado con predilección por Jesús, hijo de Dios, para introducirnos en la familiaridad de Dios? Tu cabeza -Juan- reposó sobre el pecho del Maestro, y a una señal tuya, Jesús reveló al traidor. Acércanos, pues tú, con tu escrito, al círculo íntimo de la Santísima Trinidad, misterio entrañable de Dios, al que estamos destinados a ir a parar, por la divina misericordia, que se ha dignado mirar la pequeñez de sus siervos.

La vida eterna ¿qué es sino la vida de Dios? La eternidad no es nada. Dios es eternidad viviente. Dios es amor esencial. ¿Cómo podemos explicar, entender o contemplar «uno en tres, y tres en uno?»

De hecho sólo Dios puede darnos la capacidad de contemplarlo y amarlo, y a buena fe que lo hace; más aún, Él nos capacita; y, lo que es más gratificante: que nos manda amarle con todo el corazón, con toda el alma, y con todas las fuerzas, y ello quiere decir con toda la ayuda de Dios mismo. «El bautismo de Juan con agua tuvo lugar para que se manifestara Jesús, que bautiza con el Espíritu Santo». Tal vez con esto, Juan nos quiere enseñar que el que «se prepara» con deseo y limpieza de corazón, se hace más cercano a la gracia inmerecida del bautismo del Espíritu Santo, que nos incorpora a Cristo, por el don y la gracia de Dios.

«Quien cree en el Hijo, tiene la vida eterna» afirmó el Bautista, y añadía: «quien no quiere creer en el Hijo, no verá la vida (Jn 3, 36). En efecto: ¿qué es la Vida Eterna, sino (la eternidad de) la Vida en Dios que se nos ofrece por la fe en Jesús?

Juan tiene la virtud de hacer hablar las cosas. A Sicar («cerrado», «parado») pone en marcha «el corazón estancado de la Samaritana. En Caná sana a distancia, y en Betsaida (piscina) cura con la palabra. Cuando Jesús declara que él da el pan de vida, y es él mismo carne para comer, lo abandonan la mayoría. Salva la adúltera avergonzando a los acusadores. Da vista al ciego para confundir a los soberbios cegados. Llora al ver llorar a María y a los amigos.

En Betania, es Juan quien descubre los sentimientos de los corazones de los discípulos y del traidor (que censuraba la efusión generosa de María sobre Jesús); para hacerlo él, Juan, del corazón del mismo Maestro (cap. 13 a 17) de qué corazón recoge los más sublimes acordes sentimentales que se hayan podido nunca captar o experimentar.

Las descripciones de la Pasión de Jesús vivida por este joven enamorado del Maestro, que todavía «aún no entendía que había de resucitar» (Jn 20,9), pero trazadas después de verlo resucitado, tiene el encanto

de una densidad de adoración inimitable, sólo comparable con el idilio callado de la Magdalena.

Estos dos, Juan y Magdalena, son perlas invaluables que sostienen los cimientos de la Jerusalén celestial que baja de Dios. Recostada sobre los profetas y apóstoles del Cordero inmolado para salvar el mundo a gloria del Padre Celestial. Esta es la Iglesia de Cristo, que Lucas nos la describirá con la fuerza del Espíritu Santo, en los Hechos de los Apóstoles, presidida por el apóstol Pedro. Sólo la versión de «Jerusalén» (1) matiza (como el griego y la Vulgata) la empresa de los verbos «amar» y «querer» originales (quaerere y amare), pero ni ella misma no matiza tampoco la respuesta de Jesús, como tampoco la Vulgata respecto del griego.

Queda, por tanto, especificada la naturaleza y calidad de la estimación que hay que distinguir y apreciar en el discípulo y candidato, y la amplitud de la facultad que se puede confiar en él sobre los diferentes sectores de la sociedad eclesial que se comprenden en los tres grados de pastoral: doctrina, gobierno y jurisdicción.

Juan es suficientemente consciente de la superioridad jerárquica de Simón sobre él y todos los demás, como lo es él del privilegio que Jesús le otorga de «quedarse hasta su venida» (Is 7, 3, «hijo de Isaías «). Fue interpretado literalmente, y no sobrenaturalmente, como dijo Jesús, y Juan tuvo que salir a favor de la verdad de Jesús, sin revelar más.

(1) La Biblia de Jerusalén.